Opinión
De la banalidad a la seriedad
Vivimos inmersos en un plano de banalización y de extrema liviandad. Los estímulos de la estupidez humana son cada vez más frecuentes y abarcan sin pudor todas las áreas de la cotidianeidad, pasando sin vergüenza alguna, por ámbitos antes impensados.
Se tiende a marchar con entusiasmo griego hacia los dominios tentadores y fatuos de la pavada, del pasatiempo, de la incongruencia, de la absoluta carencia de contenido. Un desdoblamiento impertinente de los esenciales valores.
La idea basal es tergiversar en aras de hacer ver con ojos de negatividad, a quien permanece fiel a un cúmulo de condimentos que aportan sentido a las cosas. De modo tal entonces, amigos míos, que obliga, pone contra la pared casi, a aquél que no ansia adscribir al ritmo demencial de la moda.
Y la moda osa poner las manos en el fuego por los insípidos. Y asegura ante un intrigado auditorio, que no se le queman. Cualquier descalabro es aplaudido por la plaza pública, por los sencillos de siempre que optan por la rapidez del efecto, en vez de estudiar a ciencia cabal los pormenores de los fenómenos que acaecen en la sociedad anestesiada.
Este problema no resulta novel. No hay que engañarse. La cuestión proviene de arrastre, de otras épocas. El dilema sin embargo, es que ahora ha ampliado su radio de acción, y se ha naturalizado la tontera efímera por encima de lo profundo, de lo realmente elaborado con cierto criterio homogéneo.
Pero si hasta los programas de actualidad en los queridos medios, van trastabillando y se dejan sumergir en el lodo. Se conjuga, se hace una ensalada con la decisión de llevar agua para el molino del rating. Los señores productores se golpean el pecho en busca de una propuesta con más alta dosis de imbecilidad cada envío. Y la envolvente sonoridad del chato aplauso popular, es una tangencial respuesta aprobatoria que los reconforta y regocija a más no poder.
Semejante dispositivo hace que las personas sensatas que no se arrastran ante los caprichos de la mayoría, tiemblen nerviosos por la impotencia. ¿Cómo combatir la simpleza, cómo hacer para revertir una horda de hastiados que van hacia una sola dirección, hacia un callejón sin salida de emergencia?
Quienes no comulgan se aíslan. Pasan a visibilizarse quizá cual raros especímenes. La aguja del barómetro bailotea. Capta el lente una imagen desteñida. Algo anda mal. Si le damos trascendencia supina a espacios que solamente disparan frases inconexas, con hermosas chicas que lucen sus esculturales bellezas, expuestas cómo si fuesen decorados y con informes que versan sobre reverendas tonteras, estamos yendo de cabeza al horno.
Ahora, de algo estemos súper seguros: no es casualidad, amigos, que tal cosa sea como la palpamos. Detrás se ubica, se instala entre bambalinas un propósito definido y enmarcado: que las personas se aparten lo más posible de la verdad, del pensamiento filosófico y que se abaniquen con la supuesta candidez de los productos sin mensaje.
Claro que la presunción falsa suele convencer a más de cuatro despistados. Que un programa de tele o radio sea vacuo, no significa que no lleve intrínseco un sermón. El sermón es ese, justamente, distraer. No es una situación aislada, repetimos: son proliferaciones adrede, manejadas por los factores que desean que no discutamos de lo obvio.
La cuenta es simple: cuanto más horas la gente se ocupe de mirar, leer o escuchar zonceras, mejor ecuación obtendrán los personeros de la banalidad. El ítem a considerar es acuciante, puesto que no somos del “Primer Mundo”. O sea, nos inundan males de toda índole y no debiéramos echarnos a rodar sin ocuparnos de los flagelos correspondientes.
Por Mario Delgado.-
Opinión
Lo bueno de tener prioridades
Tener prioridades es realmente óptimo: sugiere, entre otras cosas, que el individuo o los gobiernos de los tres niveles, poseen un criterio juicioso, y cuentan, además, con un proyecto de vida de largo alcance.
Marcar las cuestiones a realizar o resolver con premura, habla bien y nos habilita a creer que hay una contemplación completa de la realidad, y, en base a tal visión, se planea un estricto núcleo de objetivos a cumplimentar.
Marchar por la senda sin rumbo, sin norte ni guía, es mala o necia, al menos, señal. Por tal motivo se interpela siempre a cada quien, contar con una agenda al alcance de la diestra. Y activar los hilos en consecuencia, desde luego.
A propósito, este pequeño marco introductorio pretende depositarnos, mis amigos, en un ítem crucial para la concreción individual y colectiva como ciudadanos plenos. Y, conviene por cierto mencionar, la imposibilidad de seguir guitarreando en esta temática que ofreceremos, y desprenderla lo antes posible, de fanatismos partidistas. Me refiero en concreto a la Educación nuestra, en esta nación gloriosa.
Se ha difundido hace horas atrás un informe contundente por parte de la señora Ministra de Educación de CABA que sentencia con supina espontaneidad, los vericuetos de la niñez y adolescencia que no transitan por un camino elogiable en materia de aprendizaje, llegando a terminar la Primaria o estar en Tercer Año de la Secundaria y no saber leer y escribir sin yerros y tampoco poder comprender y explicar con palabras propias, un texto cualquiera.
Tamaña deficiencia se ata, en cierta manera, al tiempo de parálisis escolar impreso por la pandemia y la sucesión de cuarentenas. Podríamos asimilar tal contingencia en mayor o menor talante; sin embargo las deducciones del informe van más allá del proceso frontal del Covid 19 y sus medidas aleatorias. El problema a aceptar sin disimulos ni excusas mantiene firme la idea de que, en rigor de verdad, hay un drama previo, un dilema estructural que se agudizó con el virus chino, pero no es solamente esta reciente etapa dispar, entre la virtualidad y la ausencia en las aulas.
Aún se agrega otro condimento no menor: se ha hecho un relevamiento entre una determinada cantidad de chicos, de entre 12 y 16 años, para averiguar si logran captar los subtítulos de las películas habladas en inglés u otro idioma, en cines o dispositivos hogareños. El análisis resulta desalentador, puesto que la gran mayoría, expresa no alcanzar a leer en tiempo real los zócalos correspondientes, no por interferencias en la visión, sino por no saber leer de corrido.
El temido abandono del noble hábito de la cotidiana lectura, es una incómoda piedra puntiaguda en el calzado. Y no se notan visos de mejoría.
Como daño colateral, por otra parte, del virus coronado, se ha comprobado que alrededor de 600.000 alumnos en el territorio nacional y 200.000 en la Provincia de Buenos Aires, no retornaron a sus establecimientos educativos al abrirse la famosa y tardía presencialidad.
Un escándalo, sin objeciones de ninguna naturaleza. ¿Y ahora, quién carga con semejante cruz social? Porque, ¿alguien puede aseverarnos que tales pibas y pibes, volverán raudos a sus obligaciones escolares, al ser visitados por un docente o asistente social?
Una auténtica lástima que redobla la apuesta a constatar en qué sitio hemos colocado a la educación. Obvio, que ha descendido varios peldaños de cómo supo hallarse situada otrora.
Por Mario Delgado.-
Opinión
Te acostumbrás
Un amigo, un poco mayor que yo, me graficaba ayer que, en rigor de verdad, los argentinos nos vamos acomodando, nos adaptamos, con suma ductilidad, aunque refunfuñemos, a ciertas cuestiones demenciales que debieran sacarnos de quicio y movilizarnos de otra manera.
“Te acostumbrás”, me pontificó, despejando incluso con tal frase, cualquier sombra de duda que pudiera subsistir aún. No hay pena ni atropello que no se nos haya puesto de manifiesto, y, sin embargo, continuamos erguidos como sociedad y metidos cada quien en lo suyo.
La escasa atención que le brindamos a los sucesos del entorno, tal vez tenga mucho que ver con las instancias personales de cada sujeto. Las ocupaciones son cada vez más en base a que el dinero rinde menos.
Se naturaliza la opción del mayor esfuerzo y la gente dispuesta, sale en pos de ganarse el cada día más caro, pan vital. Una pequeña gran gragea, un botoncito de muestra que nos revuelve la panza, pero, reitero, no todavía como la contingencia requiere de un pueblo auténticamente agobiado y harto.
Los niveles de corrupción piramidal se elevan a la enésima potencia, revolean bolsos con dinero mal habido en conventos o cuentan plata afanada en sendos videos virales, y todo gira sin más que algún comentario atrevido, desafiando a la ya incorporada manía de soportar y sobrellevar el drama, las culpas de otros.
No se hace ni siquiera un necesario gasoducto y luego llegan los “verseros” de siempre, con excusas y mensajes altisonantes. Y los robadores de vacunas contra el Covid se pasean orondos, dando cátedras seguro, de cómo fomentar el buen turismo ahora que todo mundo acató órdenes salvadoras. Hipócritas impíos, exonerados por el poder, como un tal Firmenich o un viscoso Verbitsky. Falsedades convertidas en relatos presumiblemente verídicos, para entretener a la platea boquiabierta, que no despierta.
En tal contexto de locura y terror, no escasean los heridores del campo, los que nada saben del trabajo aguerrido de los productores chicos o medianos, y demonizan al sector, olvidando que de ahí emana el 65 % de lo que consume el argentino.
Y nos quedaría chico el espacio para ir citando con mayúsculas, si lo desean, los yerros y las tropelías de los poderosos que se apoltronan en sus sillones, bebiendo en copas de oro, el sudor de los humildes.
Ya probaron el sabor de dominar a una población encerrada y muerta de miedo e incertidumbre y van a ir por más perversidades. Porque no les importa subsanar las necesidades básicas, ni mejorar la calidad de vida del ser humano; sólo ansían llenar sus propias arcas, permanecer y ampliar la red de mantenidos por el Estado, que son los votantes cautivos, los temerosos que no se irán del redil por no perder sus planes sociales.
Mientras la inflación consume las billeteras y separa a familias enteras, ahorcadas y sin solución, al tiempo que la inseguridad y la droga incrementa su paso fuerte y mortal, se encienden los doble discursos, las linternitas de los jetones de ocasión, charlatanes de bar, sin programas efectivos para mutar tanta mugre.
Te acostumbrás, es cierto y penoso, a convivir con la putrefacción y contemplar sin esperanzas el panorama difuso del país que amás.
Por Mario Delgado.-