Opinión
¡Buenos días, agente!
Todavía continúa vigente la disyuntiva con respecto a las fuerzas de seguridad, especialmente la Policía, y su rol dentro de la comunidad. Quizá los obscuros momentos dictatoriales, ensombrecieron en demasía los lineamientos en torno a una de las instituciones que posee la misión de salvaguardar el orden público. Aunque también hemos de anexarle errores garrafales posteriores, yerros que son sinónimo de corrupción, lamentable es reconocerlo. Por Mario Delgado.
Hoy mismo, podemos visualizar diferentes puntos de observación de la ley y de sus ejecutantes. El tramo electoral es un lindo espacio para lanzar al aire teorías y conjeturas, tanto en favor como en acérrima crítica contra los señores uniformados.
Desde la estricta unción de la mano dura, hasta los recónditos senderos de un mundo sin sirenas policiales. Para ciertos políticos los servidores armados son trabajadores que deberán contar en breve lapso con mejores sueldos y tecnología acorde a la circunstancia.
Sin policías en las calles, yendo tras este razonamiento, es imposible vivir en la República presente. Entonces hay que dotar a la entidad en cuestión de más gente y equipamiento y ahí sí: a cumplir con su laburo estresante de salvar al hombre de caer en las redes de su propio prójimo díscolo, disgregado de la manada.
Para otro sector de la arena política, mis lectores del alma, la cosa es auténticamente opuesta. ¿Acaso ignora alguien que hay postulados tendientes a disolver la cuestionada grey policíaca? A veces suena cual sinfonía celestial tal aseveración. El ítem a resolver, no obstante, no queda demasiado a la luz de los comunes civiles. ¿Con qué cuernos reemplazamos a la Policía en un universo violento e inmerso en la locura y vorágine delictual por doquier?
Porque es sabido por todos que la limpieza no existe en las esferas correspondientes. De eso nadie duda. Todos los santos días, nos topamos con noticias afines: uniformados en connivencia con la basura indeseable.
Y eso duele y exacerba al unísono los espíritus tranquilos de quienes abonan tasas municipales e impuestos con el fin de dormir en absoluta paz. Los esfuerzos parecen no haber dado los guarismos deseados, puesto que el ámbito de acción de los delincuentes se ahonda, se expande, cual mancha de aceite.
Empero el Estado no está para ceder o bajar sus brazos. Si hay un desfasaje entre lo bueno y lo malo, es su obligación moral, buscar la fórmula de solución rápida. Cabe acotar que en el proceso, en la búsqueda del perfecto equilibrio, vidas inocentes se han ido sin retorno al supuesto más allá. Por culpa de inacciones u omisiones estatales, insistimos.
Ante tal cuadro de situaciones, nos encontramos ahora con la “Policía Local”, un nuevo pensamiento hecho praxis. Una vuelta de tuerca que ansía dar mérito a los vecinos que pedían sentirse un poquito más seguros en su transitar por las arterias de cemento. Olavarría no ha sido la excepción a la regla de oro.
De modo tal que 102 personas, y habrá más muy pronto, se calzan cada mañana sus aprestos y salen a velar por la conformidad de un pueblo conmovido, conmocionado por qué no, por sucesos varios que rozan lo delictual y que despojan al ser local, acostumbrado a vivir en calma, de su pasividad.
Olavarría no es lo que otrora. Pero se permite la trascendencia del “Eterno Retorno” nietzscheano. ¿Por qué? Ah, muy simple, amigos: porque retrocedimos hasta tocar el antiguo paisaje del policía en la esquina. ¿Será para mejoría de todos? ¿O nos chocaremos luego con un fracaso monumental?
Tiempo al tiempo, tienen razón ustedes, mis lectores. No apuremos especulaciones estériles. Después de tanta angustia, se advierte un dejo de optimismo. El o la agente saluda con cordialidad. Podés hasta saber cómo se llama y charlar de bueyes perdidos por unos minutos. No falta el comerciante que le ceba un par de mates y que sonríe sintiéndose protegido.
Por Mario Delgado.-

