Opinión
Tragedias incendiarias
La humilde, precaria casita prefabricada servía de vivienda a una joven madre y sus cuatro hijos menores. Apenas lo necesario la componía, sin suntuosidades ni extremos lujos. El mobiliario era en consonancia, sencillo, adusto, sin demasiadas pretensiones. Por Mario Delgado.
Lo mínimo e indispensable para subsistir la enorme presión del día a día. Sin la gracia sublime de una grifería de última generación. La edificación, a su vez, formaba parte de un predio con otra propiedad en la parte delantera del terreno. Allí se mantenían en pie, allí se cobijaban, se abrazaban a duras penas claro, los sueños familiares de estas cinco almas.
Las contingencias de la vida suelen ser complejas, difíciles de analizar con rapidez. Quizá lo más inminente sea prejuzgar y sacarle el cuerpo a delicadas peripecias. Después de todo, siempre quedará flotando la duda, el “intríngulis” tan caótico del “¿por qué se llega a tal circunstancia?
Los momentos actuales no son de fiar. Algo indescriptible danza en el aire. Un mal presagio, un presentimiento que no es digerible así nomás. Un prolegómeno que antecede al horror. Una línea misteriosa y cruenta que divide aguas.
Y una noche tórrida la casita ardió. Las envolventes sombras nocturnas se trenzaban sobre la ciudad del cemento. Y alguien o algunos, decidieron que era el instante indicado para realizar su demoníaco acto piromaníaco.
Entonces la madera reseca fue pasto verde ante el avance de las llamas. Las lenguas de fuego no vacilaron en derretir y consumir lo que se les interponía en su camino a las cenizas y a la devastación impune. El calor y el rojo vivo, previo al humo que dejó un saldo de lamentaciones.
Por suerte, dentro de la ciénaga de la desgracia, no había moradores en la prefabricada. Un pequeño gesto de alivio de quienes lo perdieron casi todo. Excepto su propia existencia. “Si hubiésemos estado allí, volábamos los cinco”, le confiesa compungida a este cronista la señora María Acuña, quien tenía permiso para habitar en el lugar de los hechos, Pourtalé 3800.
En un abrir y cerrar de párpados, la nada se presenta, socarrona y sádica. Y con ella, los interrogantes diversos y las perspectivas que se acotan y el clásico murmullo aterrado: “¿Y ahora, cómo seguimos?”, el cual retumba en la mente y el corazón de la mujer encargada por el maldito azar de reeditar un crucial capítulo en su devenir.
En la cancha se ven los “pingos” y en la caída, los amigos de ley. No quedan muchas opciones de las que asirse cuando se ha perdido todo lo material. Sólo es de esperar que una mano tendida se aproxime, no con una palmada de condolencia simplemente, sino con una efectiva salida de la estrepitosa crisis.
Y ocurrió el milagro: un espíritu solidario se hizo cargo de recibir a las personas sufrientes en su hogar. A salvo, al menos unos días, hasta que se reubiquen en otra vivienda la paloma y sus pichones. Ahora arriba la etapa de ir consiguiendo esenciales artículos, como la ropa, colchones y demás elementos que habrán de ser aportados por la gente y tal vez también por el Estado Comunal. Reinstalarse en la carrera va a costar horrores. Pero no es imposible.
La maldición flota, pendiendo de un hilo transgresor. Las gotas de sudor surcan las espaldas de las víctimas. Mutan los ejercicios delincuenciales cobardes. Hoy no es raro que un vehículo o una casa, culminen eclipsados por furibundas brasas.
Personajes sin escrúpulos, sin un viso de comprensión por el semejante, acechan.
Por Mario Delgado.-

