Opinión
Opinión: Treinta años sin Cecilia
Fue un día de perros aquél 16 de junio de 1.985. Una jornada auténticamente invernal, con una densa neblina cubriéndolo todo, empequeñeciendo la visión. La doctora Cecilia Enriqueta Giubileo llegó a las 21:30 horas en su Renault 6 color verde claro, con el tanque lleno, a su guardia en la Colonia Montes de Oca, en Torres, partido de Luján.
Sería al parecer, una noche más de rutina y de atención a los pacientes que requirieran un medicamento. Pero no fue tan simple la circunstancia, mis queridos lectores, porque esa oportunidad terminó siendo la última ocasión que se la vio a la médica de 39 años de edad.
Su desaparición se convirtió con rapidez en un hito de la historia policial argentina. Y también en un caso emblemático, a muy poco de haber retornado al país la plena vigencia de la democracia. Los comentarios, rumores e hipótesis de su ausencia, cautivaron a los medios y al público por igual, ocupando largas horas de análisis y especulaciones diversas.
Lo concreto sin embargo, pasó por una lamentable situación que aún hoy persiste intacta: la mujer, que había nacido en General Pinto, en 1.946 y que tenía tres hermanos varones, nunca más fue hallada en sitio alguno. Su rastro fue tragado por esa intensa niebla que se la llevó para no retornar.
La doctora Cecilia se casó joven y se trasladó con su esposo a España. Corto fue el período matrimonial. Ya instalada nuevamente en la Argentina, se recibe de médica en 1.973. Y al poco andar, empieza a trabajar en un hospital neuropsiquiátrico importante, de 270 hectáreas de extensión, en el Montes de Oca.
Reservada. Muy callada. Buena profesional, así la definieron sus conocidos después de la misteriosa madrugada del 17 del sexto mes. Las explicaciones de lo que sinceramente ocurrió en torno a ella, se esfumaron cual agujeros negros, absorbiendo hipótesis, sin aportar algo coherente sobre lo acaecido.
Luego de los trámites habituales, arañando ya la medianoche, recetó un antifebril, firmó un acta de defunción y se encaminó a su habitación en la denominada “Casa Médica”. Dicen las crónicas que un enfermo la buscó porque alguien la necesitaba en el Pabellón Número 7. Cuentan a su vez que discutió con una supervisora y pidió tres cigarrillos y otra vez a su pieza.
El punto es que a la mañana, ya no estaba ni allí ni en ningún otro lado del amplio hospicio. Faltaban además su cartera y su bolso pero no el auto, aunque sí se notó un pequeño gran detalle en el rodado: el tanque de combustible, no poseía ni una gota de nafta, siendo que había sido cargado en la tarde del 16.
El señor Director del nosocomio, Florencio Sánchez, no denunció la falta de su empleada; por el contrario, decidió sumariarla suponiendo una “escapada voluntaria”. Acto seguido, lo invadió un espíritu de transformar el cuarto de los médicos. Hete aquí que se remodeló y pintó la habitación como si tal cosa.
Un par de días más adelante, una gran amiga de la doctora, Beatriz Ehlinger, se encarga de denunciar ante la ley el caso tan particular. Y entonces una caravana desordenada de investigadores se adentró con ímpetu avasallante en jurisdicción de la colonia. Con un tremendo error de por medio, mis amigos: no precintaron el lugar, ni tampoco preservaros posibles pruebas.
Una ciénaga lindera no fue vaciada por falta de dinero, según se expresó. Claro que enfermos con cierto grado de lucidez, comparecieron como testigos. Fue por esos momentos que se elucubraron teorías con algo de asidero y también de las más inverosímiles.
Desde que la vieron subirse a un coche fúnebre, hasta que había caído en manos de un bestial asesino. Desde que se había ido, huyendo a campo traviesa, hasta que estaba aquí o allá. Nada. Incluso una parapsicóloga fue consultada con afán de resolver tan intrigante dilema. “Veo un cuerpo muerto en el tanque de agua del edificio”, exclamó la dama, envuelta en vahos espirituales. Revisaron los uniformados y al cabo de vaciar el tanque, efectivamente, encontraron un cadáver. Pero era un gato.
Como ocurre, el tiempo impiadoso, empezó su tarea de demoler el interés social. Y, cual agua, se fue escapando el tema de las pantallas televisivas y los diarios ya no dedicaron más páginas enteras al hecho tenebroso en cuestión.
En el departamento de la doctora Giubileo, en Torres, el dinero no fue sustraído, aunque había huellas de movimiento, como quien busca con urgencia algo en especial. No se pudo averiguar mucho en torno a su vida personal, siempre introvertida y con escasos allegados.
Por el ángulo político, se perfiló la posibilidad de una militancia que, en rigor de verdad, era añeja, en épocas de juventud. Dos de sus hermanos fueron componentes del ERP y se idearon posturas que relacionasen por ese lado el hecho de la desaparición de Cecilia. No obstante, las sombras de las dudas y de las improbabilidades, superaban constantemente a cualquier atisbo de luminosidad sobre el ítem.
La otra gran puerta que se abrió tuvo que ver con testimonios aportados, que afirmaron que la médica sabía demasiado. Alguien contó, casi helado de miedo, que Cecilia le había mencionado que se traficaba con órganos en la Colonia y que ella conocía al dedillo, manejos irregulares.
Las idas y vueltas revolvieron el avispero, mas no arrojaron certezas irreductibles jamás. A los meses, se difundió una cinta de audio que resultó apócrifa. Allí ella afirmaba estar bien y lejos del sitio. Después, los bullicios se distanciaron y se hizo la noche investigativa.
A tres décadas de esta encrucijada, el silencio continúa.
Por Mario Delgado.-

