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Profanación
Mal inicio del undécimo mes del año para el barrio Mariano Moreno, y para toda la ciudad por carácter transitivo. Conmoción e incredulidad en la grey católica. Un templo ha sido vilmente profanado por almas descarriadas, por criaturas demasiado enfermas mentalmente. Por Mario Delgado.
La Parroquia “Nuestra Señora de Fátima” es “un auténtico símbolo barrial y familiar”, expresa a este cronista una señora vecina que se siente “profundamente identificada con esta iglesia, porque aquí me bautizaron, tomé la comunión y concurro con asiduidad a misa. E incluso, como otros amigos y vecinos, colaboro siempre que puedo con el padre y con la institución”, resalta la mujer.
Hay pesar, muy palpable en los rostros. Las miradas son elocuentes. Imposible disimular la consternación, la impotencia y la sorpresa. “No robaron nada, parece”, cuenta un joven boy scout. “Sólo provocaron un daño tremendo e incendiaron el recinto”, narra envuelto en una enorme pena. “Vamos a trabajar a destajo para dejar todo en condiciones para la ceremonia religiosa de este domingo a la tarde”, asegura resuelto y pone manos a la obra, despidiéndose de nosotros.
Insólito resulta para más de cuatro este caso tan siniestro y absurdo. Los feligreses se van agolpando en la puerta del templo. La cruz cristiana los atrae más que nunca. De voz en voz circula un sentimiento de rabia pero también de esperanza plena. Esperanza de resolver la cuestión y de fortalecerse aún un tanto más en la fe.
Peritos de la Policía Científica escudriñan la zona, palmo a palmo, buceando en las posibles huellas, en las manchas de sangre expuestas por los malhechores autores del desastre. La fiscal, doctora Susana Alonso, indaga a varias personas, algunas en calidad de testigos, otras aportantes de anécdotas y datos que a lo mejor terminen sirviendo de apoyo, de ayuda en la etapa instructiva.
Jóvenes y adultos. Niños y ancianos tiemblan por igual, repartiéndose en forma colectiva, casi corporativa, el dolor y la frustración. No es un asunto menor el que los convoca. Las roturas y el fuego, han calado hondo en sus espíritus y quieren ponerse a disposición del señor Obispo Hugo Salaberry, del Diácono o de quien sea menester, con el propósito de ser esencialmente útiles en la etapa ya iniciada de restauración edilicia.
La lectura serena de la maldad ejecutada en la iglesia de la calle 25 de Mayo, queda a cargo de monseñor que se expide: “No hemos sabido llegar con nuestra prédica a las personas que han cometido esto”. Visión interesante que se anota dentro de un campo de autocrítica y pensamiento filosófico propio de los émulos de Cristo.
En el medio de toda una batería de reclamos de papás del Colegio Fátima, se da este episodio. Aunque la mayoría de los presentes, deslindaba relación alguna de lo uno con lo otro: “Acá se trata de gente sin escrúpulos, quizá alcoholizados y drogados incluso, que decidieron divertirse a costas de la parroquia. No hay similitud posible con la instancia de la escuela”, subrayaba una mamá cuya pequeña de siete años de edad, asiste al Colegio Fátima.
Salaberry, retomando el hilo, queridos lectores, hizo una valoración que está por encima de culpas y castigos. En tal caso se arrepiente, cargando con la mochila de no haber tocado previamente con la fuerza de la piedad que se debiera, el corazón frío de los vándalos.
Una incursión por los sermones crísticos, nos conducen en esa sintonía. No se advierte ira en su cometido pastoral; sino una completa antítesis de ella. “No es un error de ellos; es una insuficiencia nuestra”, parece recalcar el Obispo.
Y está correcto que accione tal palanca, tal mecanismo, amigos míos. No puede salir intempestivamente con discurso agitador o mordaz. Pero aquellos que miramos desde otra atalaya, hemos de sugerir, sin embargo, un pronto esclarecimiento de esta locura desproporcionada al máximo.
Porque, más allá de posturas religiosas, de creer o no en Dios o en el catolicismo, deben primar dos hitos: 1.- Absoluta solidaridad con los componentes de la parroquia asaltada, y, en paralelo, 2.- No descuidar la comprensión a ciencia cabal de que en Olavarría, no ya en Buenos Aires o en el Conurbano, existe una porción de la comunidad, un sector de habitantes que, es bien tangible, se encuentra a todas luces padeciendo la peor patología.
No importa si fueron menores o mayores. Deben ser ubicados y aprehendidos. Lo hecho es una marca indeleble de su desfachatez y falta de aprecio y apego frente a la convivencia sana y positiva. Que se ataque a tal extremo sin prejuicios ni recato, es sintomático. Algo diabólico se instaló en una rama de la población que vive, es obvio, sin ley ni valores.
Seres que no han gozado de las mieles de la deidad, a decir de monseñor. Y es factible que tenga un mar de razón. Pero eso no los habilita para desandar el camino cual pérfidos individuos. La palabra divina quizá los envuelva, pese a todo, con su amor incondicional y los cobije. Mas no significa, insistimos que no tengan que ser sometidos al peso de las normas, una vez atrapados.
Y ya que las circunstancias lo ameritan, sería conveniente también, que empecemos a rever que nos pasa como sociedad. Que sea esta incidencia una bisagra. Que quienes manejan los piolines, no se desentiendan. Lo peor sería, por cierto, que nos habituemos a este tipo de salvajismos.
Por Mario Delgado.-

