Opinión
El vértigo final
Terminó la serie Monzón, dirigida por Jesús Braceras y que vimos por Space. Y todos quedamos con la sensación de que habíamos visto una maravilla. Un casting perfecto, una banda de sonido y un vestuario impecables. Basado en el libro de María Adelina Staiolo (“Monzón, secreto de sumario”), pero con libertad para alterar algunos hechos en pos de sintetizar, terminamos otra vez todos pegados a una pantalla despidiendo el final cultural de varias décadas.
El verano del 88, el año dónde nuestra aristocracia vernácula dijo adiós frente al mar y nosotros le dijimos “chau, no va más” a buena parte de nuestras costumbres.
En la serie hay una escena que seguro no ocurrió, pero para muchos es la imagen poética para cerrar un pasado cultural que se instaló allá lejos, en los 60: un balcón del Casino de Mar del Plata, ubicado dentro del emblemático hotel Provincial, la noche, el mar y un breve diálogo entre Olmedo y Monzón. El cómico fuma una pitada y le dice al ex campeón: “Se vienen otros tiempos”. Y en ese instante uno vuelve a sentir la despedida de una forma de vida, de una cultura, de una economía. Mar del Plata, con sus veranos populosos, sus teatros repletos, los chalets en barrios coquetos, los departamentos con balcones de vidrio polarizados. La imagen sepia del ascenso social. Y lo que vino fue otra cosa: el supuestamente democrático “uno a uno” que nos permitía a “todos” viajar al exterior o comprar un jean o un perfume a cien dólares, la trampa para la exclusión.
Verano del 88
El verano del 88 se llevó hasta la posibilidad de ser una belleza, pues ser bella a partir de los 90 consistió en medir 1,78 y ser muy joven y delgada aunque con formas sinuosas. Pasamos de una tapa de la revista “Libre” con una morocha rotunda más parecida a una vecina, como Susana Traverso, a una tapa de Gente con una Valeria Mazza de exportación, rubia gringa de labios carnosos y nariz perfecta. No teníamos una vecina así.
Por eso ni siquiera podemos ponerle punto final a la década en el verano trágico del 89, ya que lejos de ser un asunto de farándula, fue el desenlace de un gobierno que no daba para más. La Tablada, jamás nos fascinó como despedida de década. Fue el punto final sangriento del gobierno de Alfonsín, un coletazo de las cosas que habían quedado pendientes: el problema militar, los derechos humanos, y una última patrulla de izquierda que no quiso rendirse tampoco.
El verano 90 fue de la híper y en el 91, volvió el color. Pero ni fluo ni pastel, dorado.Un dorado importado de Punta del Este. La nueva Meca de las clases medias hasta el 99.
Por eso, cada capítulo de la serie nos traslada a otro país, varios países. Los 60, los 70 y los 80. Y aún cuando evita el contexto político, uno percibe por detrás el devenir de buena parte de “la sociedad”, esa que al igual que Monzón u Olmedo, surfeaba los gobiernos.
Por ese mismo motivo, la serie saltó del cable e inundó toda la televisión de aire. Ningún programa de chimentos de la tarde dejó de hablar de ese verano. Desfilaron por los livings ex vedettes, amantes desconocidas de Monzón, la ex mujer del Facha Martel, su hijo Román, que aparece en la serie (que fue uno de los dos nenes que estuvieron en la casa de Pedro Zanni dónde se cometió el crimen). Por supuesto volvió Nancy Herrera, la mujer de Olmedo y hasta cartonearon pantalla amigos de amigos. Y Cacho Fontana, el tercero en discordia entre Olmedo y Nancy, también relató sus adicciones y desmadres.
Ver tele estos días fue ubicarse en aquellos años una vez más. Como si no se hubiera hecho nunca el duelo profundo de esa década. Como si algo nos hubiera anclado entre los Lobos de la Bristol. Hasta Susana, conmovida por la serie, llevó a su programa a los protagonistas de la ficción y al nieto de su ex pareja, el hijo de Silvia, la única hija mujer de Monzón. Tapas de revista para “Pelusa”, la primera esposa, y para Susana, que terminó confesando su volcánica relación. Y dos emisiones, en cable y en tele de aire, “La Mary”, la película mitológica donde la pareja se conoció. Nadie pudo resistirse al salitre vintage de esa temporada.
Crimen y castigo
La serie empieza la noche del asesinato de Alicia Muñiiz y enseguida se remonta al pasado del púgil. Pobreza, raquitismo, ira contenida, Amilcar Brusa, su entrenador y “padre contenedor”, sus noches de exceso, sus golpes a la Pelu, su pasión por la velocidad, sus hijitos. Y así, en zigzag, cada capítulo va del pasado a la reconstrucción de la caída. El mayor logro es que todos queremos saber cómo termina algo que conocemos perfectamente.
Incluye datos olvidados, guiños que traen a la memoria los motivos hasta ideológicos por los cuales muchos defendían a Monzón en esa época. Bernardo Neustadt era el periodista que más hablaba del tema y no ponía en duda la culpabilidad del boxeador, entonces uno como en un frenético viaje al estilo de “Volver al futuro”, recuerda qué difícil era coincidir con Neustadt y hasta qué punto mucha gente defendía a Monzón por el simple motivo de no coincidir con el acomodaticio Bernardo, el Majul, más brillante y eficaz, de esos años.
El último capítulo es una maravilla: una Alicia entrampada en su deseo de tener una familia y a la vez en una relación imposible de sostener. Carla Quevedo, como esa Alicia llena de miedo y Jorge Roman, como ese Monzón irascible, violento y paranoico, nos ofrecen una escena cubierta de oscuridad y desesperación que traspasa la pantalla y nos deja una sensación de ahogo y asfixia, el vértigo del descenso final.
Se trata de la ficción del año. A través de la cual, al fin, nos despedimos de una buena vez de esa nostalgia tramposa. Eso que sí sucedió y añoramos como si nunca hubiera sucedido.
Fuente: Revista Panamá – Por Lorena Alvarez.
Opinión
Lo bueno de tener prioridades
Tener prioridades es realmente óptimo: sugiere, entre otras cosas, que el individuo o los gobiernos de los tres niveles, poseen un criterio juicioso, y cuentan, además, con un proyecto de vida de largo alcance.
Marcar las cuestiones a realizar o resolver con premura, habla bien y nos habilita a creer que hay una contemplación completa de la realidad, y, en base a tal visión, se planea un estricto núcleo de objetivos a cumplimentar.
Marchar por la senda sin rumbo, sin norte ni guía, es mala o necia, al menos, señal. Por tal motivo se interpela siempre a cada quien, contar con una agenda al alcance de la diestra. Y activar los hilos en consecuencia, desde luego.
A propósito, este pequeño marco introductorio pretende depositarnos, mis amigos, en un ítem crucial para la concreción individual y colectiva como ciudadanos plenos. Y, conviene por cierto mencionar, la imposibilidad de seguir guitarreando en esta temática que ofreceremos, y desprenderla lo antes posible, de fanatismos partidistas. Me refiero en concreto a la Educación nuestra, en esta nación gloriosa.
Se ha difundido hace horas atrás un informe contundente por parte de la señora Ministra de Educación de CABA que sentencia con supina espontaneidad, los vericuetos de la niñez y adolescencia que no transitan por un camino elogiable en materia de aprendizaje, llegando a terminar la Primaria o estar en Tercer Año de la Secundaria y no saber leer y escribir sin yerros y tampoco poder comprender y explicar con palabras propias, un texto cualquiera.
Tamaña deficiencia se ata, en cierta manera, al tiempo de parálisis escolar impreso por la pandemia y la sucesión de cuarentenas. Podríamos asimilar tal contingencia en mayor o menor talante; sin embargo las deducciones del informe van más allá del proceso frontal del Covid 19 y sus medidas aleatorias. El problema a aceptar sin disimulos ni excusas mantiene firme la idea de que, en rigor de verdad, hay un drama previo, un dilema estructural que se agudizó con el virus chino, pero no es solamente esta reciente etapa dispar, entre la virtualidad y la ausencia en las aulas.
Aún se agrega otro condimento no menor: se ha hecho un relevamiento entre una determinada cantidad de chicos, de entre 12 y 16 años, para averiguar si logran captar los subtítulos de las películas habladas en inglés u otro idioma, en cines o dispositivos hogareños. El análisis resulta desalentador, puesto que la gran mayoría, expresa no alcanzar a leer en tiempo real los zócalos correspondientes, no por interferencias en la visión, sino por no saber leer de corrido.
El temido abandono del noble hábito de la cotidiana lectura, es una incómoda piedra puntiaguda en el calzado. Y no se notan visos de mejoría.
Como daño colateral, por otra parte, del virus coronado, se ha comprobado que alrededor de 600.000 alumnos en el territorio nacional y 200.000 en la Provincia de Buenos Aires, no retornaron a sus establecimientos educativos al abrirse la famosa y tardía presencialidad.
Un escándalo, sin objeciones de ninguna naturaleza. ¿Y ahora, quién carga con semejante cruz social? Porque, ¿alguien puede aseverarnos que tales pibas y pibes, volverán raudos a sus obligaciones escolares, al ser visitados por un docente o asistente social?
Una auténtica lástima que redobla la apuesta a constatar en qué sitio hemos colocado a la educación. Obvio, que ha descendido varios peldaños de cómo supo hallarse situada otrora.
Por Mario Delgado.-
Opinión
Te acostumbrás
Un amigo, un poco mayor que yo, me graficaba ayer que, en rigor de verdad, los argentinos nos vamos acomodando, nos adaptamos, con suma ductilidad, aunque refunfuñemos, a ciertas cuestiones demenciales que debieran sacarnos de quicio y movilizarnos de otra manera.
“Te acostumbrás”, me pontificó, despejando incluso con tal frase, cualquier sombra de duda que pudiera subsistir aún. No hay pena ni atropello que no se nos haya puesto de manifiesto, y, sin embargo, continuamos erguidos como sociedad y metidos cada quien en lo suyo.
La escasa atención que le brindamos a los sucesos del entorno, tal vez tenga mucho que ver con las instancias personales de cada sujeto. Las ocupaciones son cada vez más en base a que el dinero rinde menos.
Se naturaliza la opción del mayor esfuerzo y la gente dispuesta, sale en pos de ganarse el cada día más caro, pan vital. Una pequeña gran gragea, un botoncito de muestra que nos revuelve la panza, pero, reitero, no todavía como la contingencia requiere de un pueblo auténticamente agobiado y harto.
Los niveles de corrupción piramidal se elevan a la enésima potencia, revolean bolsos con dinero mal habido en conventos o cuentan plata afanada en sendos videos virales, y todo gira sin más que algún comentario atrevido, desafiando a la ya incorporada manía de soportar y sobrellevar el drama, las culpas de otros.
No se hace ni siquiera un necesario gasoducto y luego llegan los “verseros” de siempre, con excusas y mensajes altisonantes. Y los robadores de vacunas contra el Covid se pasean orondos, dando cátedras seguro, de cómo fomentar el buen turismo ahora que todo mundo acató órdenes salvadoras. Hipócritas impíos, exonerados por el poder, como un tal Firmenich o un viscoso Verbitsky. Falsedades convertidas en relatos presumiblemente verídicos, para entretener a la platea boquiabierta, que no despierta.
En tal contexto de locura y terror, no escasean los heridores del campo, los que nada saben del trabajo aguerrido de los productores chicos o medianos, y demonizan al sector, olvidando que de ahí emana el 65 % de lo que consume el argentino.
Y nos quedaría chico el espacio para ir citando con mayúsculas, si lo desean, los yerros y las tropelías de los poderosos que se apoltronan en sus sillones, bebiendo en copas de oro, el sudor de los humildes.
Ya probaron el sabor de dominar a una población encerrada y muerta de miedo e incertidumbre y van a ir por más perversidades. Porque no les importa subsanar las necesidades básicas, ni mejorar la calidad de vida del ser humano; sólo ansían llenar sus propias arcas, permanecer y ampliar la red de mantenidos por el Estado, que son los votantes cautivos, los temerosos que no se irán del redil por no perder sus planes sociales.
Mientras la inflación consume las billeteras y separa a familias enteras, ahorcadas y sin solución, al tiempo que la inseguridad y la droga incrementa su paso fuerte y mortal, se encienden los doble discursos, las linternitas de los jetones de ocasión, charlatanes de bar, sin programas efectivos para mutar tanta mugre.
Te acostumbrás, es cierto y penoso, a convivir con la putrefacción y contemplar sin esperanzas el panorama difuso del país que amás.
Por Mario Delgado.-