Opinión
De intolerancias e incongruencias

La ¿repentina? aparición en la ciudad del cemento de un misterioso “Equipo Republicano” que demuestra su pensamiento extremo escribiendo insultos sobre los pañuelos blancos del Paseo Jesùs Mendìa y la Plaza Central, o que deja sentada su idea en otras partes también con sendas leyendas, es una llamada de atención que no debe quedar oculta.
Se inscribe, no obstante, dentro de todo un combo muy poco sutil, de agresividad imperante en la sociedad, en diversos aspectos de la vida cotidiana, abarcando desde el seno familiar, hasta el ámbito laboral, el deportivo y ni que decir del trànsito, donde es harto común oìr insultos o tremendos bocinazos de protesta.
No escapamos a un raid, insisto, de sesgo totalitario, donde no se facilita para nada el diálogo ni la comprensión mutua. Cualquier persona que utilice las redes sociales, entenderà de que hablo en esta ocasión, si solo basta con postear un comentario, una convicción personal, para que salten a la yugular los desaprobadores de siempre, los acèrrimos que ni siquiera otorgan un moderado derecho a rèplica.
Rasgarnos las vestiduras, a la vieja usanza oriental, por estas situaciones desagradables, termina convirtiéndose en una hipocresía màs. ¿Hemos, acaso, desaprobar gestos soeces en determinados casos y en cambio, no hacer ningún ademàn ante otros?
Podrìamos inferir sin animosidad tendenciosa que, tal vez, algunos de los afectados de hoy, han infringido la tàcita ley de la consideración mutua. Les duele el ojo propio al recibir la bofetada traicionera, mas no se sienten culpables al golpear al prójimo, cuando lo estiman conveniente. O sea, cuando el sujeto vecino, cuando el otro, no comulga con sus mismos axiomas.
Una terrible incoherencia muy difundida, empero, por estos tumultuosos días. Nos reportamos heridos sin consentir en charlar, en buscar consensos, o, en su defecto, a través de los naturales disensos, ir avanzando en aras de la autèntica verdad.
Por tal motivo, que nadie se golpee el pecho. Si nos hundimos cada vez màs en el pantano de la intolerancia. La base es creer a toda costa, claro, que lo mìo ostenta sumo valor y no puede, no debe bajo ningún concepto, por màs argumentado que sea, caer en la òrbita del descrèdito.
Otro episodio singular se palpa en la Fiscalìa local, sobre la calle Fal. Allì un señor, Ceferino Martìnez, asiste cada jornada a proferir quejas de grueso calibre contra el Estado Comunal, a quien acusa de haber dejado morir a su hijo, el año anterior, en el “Hospital Doctor Hèctor Cura”.
La manifestación es estructurada, con chulengo y baño quìmico. Con carteles y parlantes. Y hasta con gomas ardiendo y lanzando el caracterìstico humo denso y negro. Imposible vivir asì en las casas aledañas.
El hombre tiene el sagrado derecho de exigir una respuesta. De exponer su cuita tan dolorosa en rigor de ser sinceros. El dilema entonces, ¿cuàl sería? Muy buena pregunta. Aquì se juega la carta preciada del derecho de los demás. Mi exposición pùblica, no puede entrar en colisión directa con los derechos de los otros ciudadanos. Mi actitud, mi accionar, no es conveniente que ultraje su modus vivendi anterior y diario.
Son apreciaciones pràcticas y al alcance de la diestra. Por eso una vecina se disgustò y brotò su cólera y fue a golpear al protestante. Los ànimos se hallan caldeados, como dije màs atrás en la presente nota. No es tiempo de echar leña al fuego ya encendido o de conseguir combustible para azuzar un nuevo esquema de disputa.
Sin perjuicio de ello, sostengo: que nada nos sorprenda no quiere significar que hagamos caso omiso frente a tales circunstancias. Primero es menester reconocer el problema en sì, y luego abordar la cuestión con premura y tacto.
O sea, la dinámica es directa: si no te agrada soportar ciertos embates, no los generès ni aprobès. Cuando te tocan intereses propios, la cosa muta. Dista años luz esta sociedad de alcanzar una meta de entendimiento, nos parece màs propicio el ring. Después vienen los chichones y ahì sì, las lamentaciones.
Por Mario Delgado.-

