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Opinión

El viejo debate: ¿Por qué un chico de 16 años no puede ir a un boliche?

La llama de la efusividad del asunto arde por sobre las restricciones. El camino a la mayoría de edad, se va acortando cada vez más, producto de la llegada del conocimiento pleno, más prontamente en los individuos de hoy en día.

Entonces se forma una plataforma etaria de personitas que quieren crecer de prisa. Y se involucran, ex profeso algunas de esas almas, en su intento por saltar barreras, en situaciones poco ventajosas y provechosas.

El tiempo concreto de la madurez del ser, puede coincidir o no con la edad del sujeto. Pero se entremezcla el estadio del pibe que se hace joven, con la particular adolescencia y sus conflictos y la imposición de las modas y noveles costumbres, que suelen contraponerse con lo cívicamente correcto.

Entonces subsisten discusiones cuasi eternas: ¿Por qué un chico puede votar a los 16 y, sin embargo no puede ser admitido en un boliche o no se le debe expender alcohol?

Se balancea la cuestión urticante en una cornisa y se da, en la práctica, un cúmulo de actitudes negativas, por parte insistimos, de un número determinado de pibes que la van de “piolas”.

Se suben tales al carro de los desmanes y disturbios y se amparan en su “minoría de edad”, de la cual despotrican luego a diestra y siniestra. La mayoría de edad, debe habilitar al ciudadano a un mar de derechos pero también de obligaciones y responsabilidades; no es un cambio de figuritas, ni una puerta abierta al caos existencial.

Los groseros errores de interpretación de ciertos adolescentes, van in crescendo. Y los resultados son siempre nefastos y un auténtico “rompedero de cabeza”. No hablamos acá de una noche específica de diversión, sino de conductas repetidas.

En este contexto de descontrol y de búsqueda de satisfacción a ultranza, se barajan varios casos puntuales de desmadre, con consecuencias harto desagradables. Y revive la polémica, cual brasa mortecina agitada por el viento.

Aparecen entre las sombras, las fiestas denominadas “privadas”, donde “pinta el descontrol”, o se posesionan los purretes de otros eventos y dan rienda a su impulso, que dispara como hipnotizados, para el lado de las botellas o tetras, sin pausa.

Si hace horas nada más de una “festichola” nocturna frustada en un salón de una entidad barrial. 150 personas, entre ellas un alud de menores. Música estridente, más allá de los decibeles permitidos y “la jarra loca” circulando como una “vedette”.

Cuando se divisan las luces de los patrulleros, cuando amerita la clausura, estalla la locura y los que se creen impunes, la arremeten contra la ley. “Total somos chicos y no nos corresponde más que un reto”, razonan los conflictivos.

La unificación peligrosa de minoridad con alcohol, drogas y delito, se expande, se multiplica. Ni que hablar de los mayores que emplean chicos para delinquir, o de los pibes que se hacen cargo de causas que, en realidad, son de otros.

Caldo de cultivo de una olla a presión. Se presume por ahí que sin sobresalir en la hecatombe, no se puede transitar ese espacio de “niño a hombre”. Pero la vida es más, mucho más.

Con la peliaguda inseguridad como telón de fondo, digamos que, en Rafaela por ejemplo, cada institución que alquila un salón, avisa a la Comisaría más próxima y le colocan un móvil afuera del lugar.

Esto puede ser persuasivo o generar más controversia y distanciar a los posibles asistentes. Pero es como se hace allí. Dicen que les da resultado positivo.

Otro ítem es observar es a quien se alquila un salón o quinta o lo que fuere, en aras de una fiesta. Resuena aquí lo sucedido recientemente en la localidad de Moreno.

Sin embargo, como corolario de esta nota, permítanme inquirir, como lo ha hecho Malú Kikuchi en un reciente artículo periodístico atrapante y sugestivo, algo que no es trivial: Mientras todo esto acaece, ¿Dónde están los padres?

Por Mario Delgado.-

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